“Si no hubiera gustos no se venderían los géneros”

Dado que el teatro es el producto del pensamiento y obra de una persona, el dramaturgo, (por mucho que insistan en que el director es un co-autor, moda que se bate en retirada, como todas) al lector y/o el espectador le asiste el derecho de discrepar, lo que a uno le gusta puede desagradar a otro. Mi suegra, que era española, tenía un dicho muy preciso al respecto: “Si no hubiera gustos no se venderían los géneros.” ¿Comete un error la que se viste de negro? Sí, para una persona que se viste en tonos pastel o vestidos de telas estampadas con colores vibrantes. Pero la de negro puede pensar y decir que esa gordita se ve fatal con minifalda de cuero blanco, aunque la gordita esté rodeada por una corte de numerosos pretendientes.

El teatro tiene una técnica específica, pero siempre ha ido variando y en el siglo pasado la confusión se intensificó con geniales obras aparentemente incomprensibles, como las de Beckett o Ionesco, para nombrar los casos más impactantes.

Un jurado está compuesto de varias personas de distintas edades, amores, odios, simpatías, lecturas, etc. La unanimidad es un ideal, una fantasía, que si llega a ocurrir provoca más felicidad en el jurado que en el triunfador.

Esta introducción es para señalar que lo que aquí escribo es mi opinión, no la verdad, aunque me gustaría mucho que lo fuera. He sido juzgado por otros muchas más veces que las ocasiones en que he aceptado juzgar a los demás y sé lo que se siente. En la “Santa Juana” de George Bernard Shaw, la heroína se defiende de la acusación de no ser fiel a la verdad (las voces divinas) diciendo: “¿Con qué juicio voy a juzgar, sino con el mío?”

Y es verdad, si uno tiene un juicio errado, mandarlo para su casa. Nadie infalible vendrá en su reemplazo.

Mi primera sorpresa fue la cantidad de obras presentadas, la cantidad de gente que escribe teatro en la actualidad, hecho que no se percibe si uno examina la cartelera. Este nuevo interés, ¿de dónde proviene? Me aventuro a sospechar que, en gran parte, no es por haber visto teatro, puede que la incapacidad de la televisión, de la prensa y de la educación por informar y preparar a alumnos y espectadores, haya motivado a estos nuevos autores para averiguar y estudiar este medio de expresión por su cuenta.

Porque más que un conocimiento técnico se nota una necesidad de expresar sentimientos y relaciones de maneras tan diversas que es inevitable pensar que el estilo predomina sobre todo lo demás, muchas mentes, muchas formas, muchos temas.

La oportunidad de leer tantas obras nuevas en poco tiempo, tres meses, te da un panorama del teatro que se escribe en este momento. Algo que llama la atención de partida es la irrupción de obras en verso, tendencia que seguramente proviene del éxito de “La negra Esther” de Roberto Parra  Esta obra tenía sólo escasos errores,  que la estupenda ejecución, por parte de los actores, hacía desaparecer, pero sus seguidores, por desgracia, ignoran que existe una técnica, la métrica, que regula el uso del octosílabo, por poner un ejemplo. Si se escribe la letra de una canción no pueden sobrar ni faltar sílabas, los acentos no pueden estar corridos. Y el texto en verso debería ser absolutamente musical. Los payadores populares son excelentes porque conocen su herramienta y la seguridad les permite arriesgarse y conseguir  logros notables con piruetas verbales y un significado profundo. Por otro lado están los que conocen la técnica, pero no tienen nada nuevo que decir. Y están los que no pretenden apropiarse de la poesía clásica o popular, sino que expresarse, ocasionalmente, con un lenguaje más lírico que realista y lo consiguen. Y esto porque intuyen o saben que todo texto teatral debe ser musical.

Otra característica es la del uso del monólogo para retratar una manera de pensar y de ser. En estos casos la mayoría de los autores se expresa de una forma lírica, evitando la reproducción del lenguaje coloquial. Aunque ya las palabrotas, Parra lo hizo, Zurita lo hizo, Rojas y Uribe también, pueden llegar a ser parte de lo poético.

Las relaciones familiares no están ausentes y nunca lo estarán, pero ahora son más descarnadas y el mensaje es, por suerte, menos obvio que en el realismo heredado de Ibsen, maestro sin tacha. Hay buenas obras con ese tema e intentan un retrato menos sentimental de los personajes, en ocasiones hasta simbólicos. Cuando fallan es porque caen en el hiperrealismo, que les da un tono de artículo periodístico, casos particulares que pueden ser entretenidos pero poco convincentes. Como en el naturalismo que, con razón, pasó a la historia.

El retrato de ciertos personajes reconocibles en nuestra sociedad, me refiero a la posición política de los más interesantes, son menos realistas todavía y, felizmente, no caen en el desacreditado panfleto. Al contrario, en los excelentes, intentan mostrar una manera retrógrada o desquiciada de pensar más que un comportamiento político.

Lo social, que es lo propio del teatro, encuentra a través de estos seres una nueva manera de mostrarse.

La pedofilia, como tema, aparece en unas pocas obras, todas ellas de una curiosa delicadeza.

El teatro infantil ha dado un salto y muchas de estas obras son novedosas, otras pocas son demasiado herméticas para niños, e incluso para adultos.

Poco más me ha llamado la atención, dejo sin analizar el uso de lo extremadamente morboso porque me parece un mal elemento extraído de las películas de acción que se ven en el cable, con degüellos, crucifixiones, violaciones, adolescentes aserruchados por deficientes mentales o eslavos vengativos.

En cualquier caso y desde cualquier punto de vista es evidente que hay muchos autores, jóvenes y maduros, que están buscando nuevos caminos. Como siempre los que lo han encontrado no son tan numerosos.

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